viernes, 24 de octubre de 2014

En un día tan especial como es el Día de las Bibliotecas,
quiero aportar mi pequeño granito de arena
a esta celebración
con esta pequeña reflexión.

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EL VALOR DE LAS BIBLIOTECAS.

Tendría quince o dieciséis años cuando cayó en mis manos un disco cuyo título, en inglés, venía a preguntarse algo así como «cuál es el valor de las palabras».
A pesar de que en esa época había dejado de lado la literatura y estaba más por la música que por los libros, he de reconocer que esa reflexión escarbó por los rincones de mi alma para hacer aflorar de nuevo ese interés, más por el contenido que por el envoltorio. Y es que en una palabra no hay únicamente un sonido: hay un mensaje, una idea, una intención. Además, la palabra escrita permanece inalterable en el tiempo y en la memoria, lo que incrementa de manera exponencial su poder de transmisión.
Ese interés renacido trajo a mi mente el recuerdo de mis primeras visitas a la biblioteca. Con apenas nueve o diez años, la biblioteca de mi pueblo se me antojaba un sitio mágico, excitante. Era como la cueva del tesoro, llena hasta arriba de libros que, iluso de mí, soñaba con poder leerlos todos algún día. Y a pesar de que la biblioteca, al contrario de las de hoy en día, era un lugar umbrío, apenas iluminado con tristes bombillas que parecían a punto de dar su último hálito de vida, frío en invierno, con ese aroma rancio de los ambientes húmedos, cada vez que cruzaba el umbral de la puerta me embarcaba en una apasionante odisea que no sabía nunca a dónde me iba a transportar. «Tintín», «Astérix y Obélix», «El capitán Trueno», «El Jabato», me llevaban de la mano a descubrir que más allá de lo que nos enseñaban en la escuela había otros mundos, otras gentes, otras formas de sentir y de pensar. A los detractores de los cómics, o tebeos como los llamábamos en aquella época, me gustaría decirles que a mí me abrieron las puertas de la literatura. Seguramente haya personas que piensen que los cómics no aportan nada, pero con que te inciten a descubrir otros mundos, con que te inculquen el gusanillo de la lectura, debería de ser suficiente para tener en cuenta su valor literario. Cuando con la edad pierdes interés por los tebeos, buscas en otros libros aquello que te han hecho ver que existe. A buen seguro, si no hubiese sido por aquellas primeras letras no hubiese encontrado después a Machado, a Valle Inclán, a Saramago…
Han pasado muchos años de aquellos tiempos y he vuelto a ser un asiduo de las bibliotecas, aunque nunca he dejado de visitarlas. Pero cuando he podido permitírmelo, he buscado en las librerías aquellos libros que me interesaba leer. Podías permitirte comprar tus propios libros e ir viendo ilusionado cómo iba creciendo poco a poco «tu pequeña colección de tesoros». En estos últimos años, esta crisis que parece estar enquistándose en nuestra sociedad me ha hecho, al igual que a tantísima gente, volver a las bibliotecas a buscar esa lectura que ya nos cuesta demasiado esfuerzo comprar.
Este regreso a las bibliotecas en busca de esos libros deseados que no siempre están disponibles en todas ellas, me ha hecho recorrer los pueblos cercanos en busca de ese pequeño tesoro que me apetecía leer. Las visitas recurrentes, unidas posiblemente a mi afición por escribir, y a ir dando a conocer mis pequeñas creaciones, me han permitido entablar una cierta amistad con esas personas tan afortunadas de tener un trabajo en el que realizan la loable tarea de permitir el acceso a la lectura a todas las personas, independientemente de su nivel económico.
Hay muchos trabajos hermosos y dignos de agradecer. Y, sin duda, uno de ellos es el de bibliotecaria, o bibliotecario. Trato de hacerme una idea de lo que se debe sentir cuando se le presta a alguien un mundo de ilusión en forma de letras y se le recoge después de un tiempo, viendo ese brillo en la mirada emocionada al contar qué ha descubierto el lector en ese pequeño tesoro. Sin duda, un privilegio.
En una de esas charlas posteriores a la devolución de un libro, se me ocurrió hacer un comentario: «Ahora, con la crisis, tendréis muchas más visitas en la biblioteca», dije. La respuesta me dejó tan sorprendido que decidí averiguar si era un caso puntual de esa biblioteca o se daba esa misma situación en otras.
He visitado casi una decena de bibliotecas del entorno pidiendo los datos de préstamos de los últimos tres años y, salvo alguna rara y justificada excepción, en la mayoría ha ocurrido lo mismo: el número de préstamos se ha ido reduciendo en lugar de aumentar. Y la explicación de las bibliotecarias y bibliotecarios era casi idéntica. Resulta que en los primeros años de la crisis se incrementó notablemente el número de préstamos, pero esos usuarios ávidos de lectura iban volviendo a las bibliotecas en busca de nuevos tesoros y al ver que las novedades brillaban por su ausencia, han visto que no podían encontrar allí, donde esperaban encontrarlo, aquello que les apetecía leer.
Quienes amamos la lectura queremos seguir a nuestros autores favoritos, o descubrir las nuevas publicaciones de nuestro género literario preferido. Pero si no podemos permitirnos comprarlos, y no los encontramos en las bibliotecas, ¿qué hacemos? ¿Recurrimos a aquello que algunos consideran ilegal? Aunque aquí entra la consideración moral de aquel que se planteaba si posibilitar, sin ánimo de lucro, el acceso a la cultura puede ser considerado un delito. ¿Por qué cuando los ciudadanos reclamamos más libros en las bibliotecas es cuando las administraciones más recortan las «asignaciones presupuestarias», con lo que la disponibilidad de nuevos ejemplares se tiene que contentar con las donaciones que algunos vecinos realizan generosamente? ¿Acaso nuestros recaudadores de impuestos consideran, como dijo un impresentable a los medios de comunicación, que la cultura es solo un entretenimiento del que se puede prescindir? ¿O es que estamos volviendo a los tiempos en los que los gobernantes tenían algo que perder con la difusión del saber?
Tristes momentos de la historia aquellos en los que se han destruido bibliotecas mediante el fuego.
Tristes momentos estos en los que se destruyen las bibliotecas con las llamas de la desidia.
Tristes momentos estos en los que se premia de manera desorbitada a estrellas del «espectáculo deportivo» y se condena al ostracismo a escritores y lectores.
Pero, a pesar de todo, sigo teniendo fe en la llegada de ese día en el que las bibliotecas sean reconocidas como lo que son: «los cimientos de la Cultura»,  porque como dijo Joseph Addison:

 «LA LECTURA ES A LA MENTE LO QUE EL EJERCICIO ES AL CUERPO».


Matías Fernández Salmerón
Octubre, 2014



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